Artículo de Julián Casanova.
El 1 de abril de 1940, el general Francisco Franco presidió en Madrid el desfile de la Victoria que celebraba el primer aniversario de su triunfo en la Guerra de Liberación Nacional. Después de un almuerzo de gala en el Palacio de Oriente, el Caudillo llevó a un selecto grupo de invitados a una finca situada en la vertiente de la Sierra del Guadarrama, conocida con el nombre de Cuelgamuros, en el término de El Escorial. En la comitiva figuraban, entre otras autoridades, los embajadores de la Alemania nazi y de la Italia fascista, los generales Varela, Moscardó y Millán Astray, los falangistas Sánchez Mazas y Serrano Suñer y Pedro Muguruza, director general de Arquitectura. Franco les explicó allí su proyecto de construir un monumento, "el templo grandioso de nuestros muertos, en que por los siglos se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria". Así comenzó la historia del Valle de los Caídos.
Dos días después, Pedro Muguruza, la persona encargada de poner en marcha el proyecto, declaró que Franco tenía "vehementes deseos" de que las obras de la cripta estuvieran acabadas en un año y el resto de las edificaciones en el transcurso de cinco. En realidad, el sueño del invicto Caudillo, convertido en pesadilla de muchos, tardó diecinueve años en realizarse. El Valle de los Caídos fue inaugurado el 1 de abril de 1959, vigésimo aniversario de la Victoria. En esas casi dos décadas de construcción, trabajaron en total unos veinte mil hombres, muchos de ellos, sobre todo hasta 1950, "rojos" cautivos de guerra y prisioneros políticos, explotados por las empresas que obtuvieron las diferentes contratas de construcción, Banús, Agromán y Huarte. Pero poco importaba eso. Aquel era un lugar grandioso, para desafiar "al tiempo y al olvido", homenaje al sacrificio de "los héroes y mártires de la Cruzada".
El primer héroe y mártir al que trasladaron allí fue José Antonio Primo de Rivera, el más insigne de los fusilados por los "rojos". Sus restos reposaban en el monasterio del Escorial desde finales de noviembre de 1939, cuando un cortejo de falangistas los trasladaron a pie desde Alicante. Allí estuvo el dirigente fascista dos décadas, tratado con los honores de rey, inextricablemente unido al glorioso pasado imperial español.
El 7 de marzo de 1959, a punto ya de inaugurarse el Valle de los Caídos, Franco escribió a Pilar y Miguel Primo de Rivera para ofrecerles la nueva basílica "como el lugar más adecuado para que en ella reciban sepultura los restos de vuestro hermano José Antonio, en el lugar preferente que le corresponde entre nuestros gloriosos Caídos". En la mañana del 30 de marzo, miembros de la Vieja Guardia de Falange y de la Guardia de Franco se turnaron en el traslado del féretro desde El Escorial al Valle de los Caídos. Lo depositaron al pie del altar mayor de la cripta, bajo una losa de granito con la inscripción "José Antonio". Era el lugar para su "eterno reposo", como lo tituló el reportaje del No-Do.
Ha pasado casi medio siglo desde la inauguración oficial de ese monumento y la historia de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco continúa persiguiendo nuestro presente. Estamos en tiempos de recuerdo y de reinterpretaciones, opiniones infundadas y discusión pública. Qué hacer con el Valle de los Caídos, se preguntan muchos. Tras realizar una minuciosa investigación sobre esa historia, visité hace unos días la Santa Cruz del Valle de los Caídos, en una mañana fría y soleada, para contrastar mi información con la que allí podía obtener.
Lo primero que constaté es que, efectivamente, el monumento ha desafiado al tiempo y al olvido. En la información que se ofrece al turista a la entrada puede leerse que fue construido "por iniciativa del anterior jefe del Estado, Francisco Franco, como símbolo de paz y como última morada de las miles de víctimas de la Guerra Civil Española (1936-1939)". En la guía que adquirí en la tienda de recuerdos, publicada por el Patrimonio Nacional en 2007, se insiste en esa idea: es un Monumento Nacional a los Caídos durante la Guerra Civil y a Franco se le presenta siempre como "el anterior jefe del Estado".
Los restos de esos miles de víctimas de la Guerra Civil están depositados, según puede leerse, tras los muros de las seis capillas situadas en la gran nave de la cripta y en las dos capillas que se encuentran en los brazos laterales del crucero. La inscripción que consta en una de estas dos últimas, en la capilla del Sepulcro, resulta menos ambigua: "Caídos por Dios y por España 1936-1939. RIP".
Durante los últimos meses de 1958 y los primeros de 1959 llegaron al Valle de los Caídos los huesos de miles de personas enterradas en los cementerios madrileños de Carabanchel y de la Almudena y en fosas comunes de otros cementerios de provincias. Los monjes benedictinos, a quienes se les había otorgado el cuidado de la abadía, recibían las arcas con los huesos y anotaban las referencias que constaban de esos muertos. Su número exacto e identidad es un secreto. Daniel Sueiro, en la investigación más detallada que existe sobre la historia del Valle de los Caídos, publicada en diciembre de 1976, escribe que a comienzos de 1959 habían sido enterrados bajo esa cripta "unos veinte mil fallecidos en la pasada guerra", que pudieron llegar a setenta mil a finales de la dictadura.
Quise ver esos libros de registro de entrada de los "caídos" y me dirigí a la biblioteca del Centro de Estudios Sociales, situada en la Hospedería, en la explanada posterior del monumento. Un conserje me indicó que no había allí ninguna biblioteca y, como insistí y le recordé que estábamos en un recinto custodiado por el Patrimonio Nacional, me dijo que tenía que ir a hablar con los monjes benedictinos. Pregunté en la abadía por el bibliotecario, quien, tras una breve conversación sobre los fondos disponibles, me acompañó a la Hospedería y le pidió la llave de la biblioteca al conserje. La biblioteca, que contiene miles de libros de historia y sociología, huele a cerrado y abandono. Pregunté por los libros de registro y el bibliotecario, señalándome el armario, me dijo que estaba cerrado, que no tenía la llave, que no se sabía el número exacto de inscritos porque nadie había hecho el recuento, que muchos de los registrados aparecían sin identidad y que, en cualquier caso, había otros libros, que él tampoco sabía dónde estaban, que podrían arrojar luz a la investigación. "Debería usted hablar con el abad, pero no se encuentra hoy en la abadía", dijo.
Abandoné el recinto y de regreso a Madrid, con la cruz todavía visible en lo alto del risco de la Nava, pensé en qué hacer con el Valle de los Caídos. Dejarlo como un lugar de memoria y enseñarles a quienes lo quieran oír o leer que los restos del general que lo mandó construir reposan allí desde el 23 de noviembre de 1975, como él había previsto y soñado, bajo una losa de granito, detrás del altar mayor de la cripta, enfrente de la tumba de José Antonio. Franco ideó el monumento, y así se hizo, para inmortalizar su victoria en la Guerra Civil y honrar sólo a los muertos de su bando, aunque se montara después la farsa de trasladar también allí los restos de algunos "rojos" muertos o asesinados durante esa guerra.
También les enseñaría que, acabada ya la guerra, mientras se construyó ese monumento, "símbolo de paz", Franco presidió una dictadura que ejecutó a no menos de cincuenta mil personas y dejó morir en las cárceles a varios miles más de hambre y enfermedad, convirtiendo a la violencia en una parte integral de la formación de su Estado. Y recordaría, en el recinto ideal para recordarlo, que la Iglesia Católica, recuperados sus privilegios y su monopolio religioso tras la guerra, se mostró gozosa, inquisitorial, omnipresente y todopoderosa al lado de su Caudillo. Eso representa el Valle de los Caídos, la espada y la cruz unidas por el pacto de sangre forjado en la guerra y consolidado por los largos años de victoria.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.
Publicado en EL PAÍS, 20 de noviembre de 2007, página 33.
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